LA IMAGEN DE DIOS
EN LA NUEVA SITUACIÓN CULTURAL
Por: ANDRÉS TORRES QUEIRUGA
En este
artículo presenta el autor las condiciones que en nuestra
condición cultural hacen creíble cualquier lenguaje sobre Dios. Se trata de un buen resumen de las posturas
que Torres Queiruga ha venido defendiendo en los actuales foros
teológicos. Resumen que tiene la ventaja de ser hecho por él mismo y, además,
la de no olvidar las derivaciones
pastorales de su pensamiento
"¿Cómo puede usted repetir
'Dios' una y otra vez? ¿Cómo puede esperar que sus lectores tomarán la palabra
en el sentido que usted quiere que sea tomada? Lo que usted quiere decir con el
nombre de Dios es algo por encima de todo alcance y comprensión humanas, pero
hablar de él le hizo a usted descender al plano de la conceptualización humana.
¡Qué otra palabra del habla humana ha sufrido tantos abusos, ha sido tan
corrompida, tan pro- fanada! ¡Cuánta sangre inocente derramada por ella a
despecho de todo su esplendor!
¡Cuánta injusticia cubierta con
ella borrando sus trazos santos! Cuando oigo llamar 'Dios' a lo más elevado, me
parece casi una blasfemia".
Con estas palabras que responden a
una conversación real en 1932, explicaba de algún modo el filósofo judío Martín
Buber "el eclipse de Dios" en nuestro tiempo. Proceso que no hizo más
que afirmarse en los últimos años. De ahí la importancia, la urgencia de
revisar nuestros conceptos, nuestro lenguaje para aludir a ese Misterio siempre
presente en sí mismo, pero siempre cambiante en el discurrir de la historia
humana, irremediablemente expuesto a eclipses, deformaciones, manipulaciones,
perversiones... Las ideas que expongo, para muchos lectores ya de sobras
conocidas, quieren ser una síntesis mínimamente purificadora e iluminadora que
ayude a repensar y a reformular viejos tópicos, y, sobre todo, a aprovechar un
poco más la luz y el calor que nos llegan incansables desde el abismo de amor
de esta presencia.
EL PROBLEMA DE DIOS Y SUS AMBIGÜEDADES
Buber, después de reconocer que,
efectivamente, esa palabra "es la más sobrecargada de todas las palabras
humanas" y que "ninguna ha sido tan envilecida, tan mutilada",
manifiesta: "Precisamente por esa razón no puedo abandonarla". Y
concluye su impresionante alegación:"No podemos limpiar la palabra Dios y
no podemos devolverle su integridad; sin embargo, profanada y mutilada como
está, podemos levantarla del polvo y sacarla de una hora de gran desánimo"
La tarea no es fácil y la
ambigüedad se adhiere a esa palabra como una lapa, suscitando inquietud y
discusión, adhesión y recelo; promoviendo las iniciativas más generosas y
siendo utilizada para los crímenes más abyectos. Desde la entrada de la
modernidad, las pruebas con que se intenta fundar intelectualmente la
existencia de Aquel a quien remiten fueron cuestionadas y los conceptos con los
que se busca expresar la profundidad de su misterio resultan muchas veces
obsoletos. Con el proceso secularizador se llegó a hablar desde el interior de
la teología y de las iglesias de la "muerte de Dios", recogiendo así
una expresión a su vez ambigua, de origen profundamente cristiano en Lutero,
con ambigua profundidad conceptual en Hegel y con furia anticristiana en
Nietzsche.
En estas circunstancias, de la
discusión teórica cabe esperar poco, y tal vez sea preciso esperar a que las
aguas de la historia cultural se vayan reposando, para empezar a establecer un
diálogo verdaderamente sereno y esclarecedor. En él deberá entrar la visión de
Dios en las distintas religiones y también participar la historia y la
fenomenología de la religión, así como la larga lista de las tradiciones
filosóficas que, con los nombres de "Teología Natural",
"Filosofía Teológica", "Filosofía de la Religión", se
enfrentaron y enfrentan con este formidable problema.
Es mejor centrarse en la visión
cristiana de Dios, presente en nuestra cultura y configurando nuestra arte y
nuestro paisaje. Frente a esta visión se toman distintas opciones y se adoptan
diferentes posturas. Intentar una revisión crítica que, manteniéndose fiel a la
tradición originaria, no esquive ni
las objeciones reales ni las
irrenunciables preguntas de nuestro
tiempo, puede constituir un buen servicio, tanto para el creyente como para el
no creyente. Para el primero, porque puede calibrar mejor el sentido y la
trascendencia de su apuesta. Para el segundo, porque tiene ocasión de medirse
no con tópicos obsoletos de un fantasma (pre) medieval, sino con la visión actual
de sus contemporáneos, que, unidos en una idéntica búsqueda de una mejor
interpretación de lo humano, creen hallarla por un camino distinto.
LA
NUEVA SITUACIÓN CULTURAL
Un cambio de paradigma
Dios es eterno, pero nosotros
estamos en la historia, y lo poco que de Él podemos comprender, las sucesivas
imágenes que de su misterio nos hacemos, cambian con el tiempo, el lugar y la
cultura, mostrando así su relatividad y la necesidad de ser continuamente
rehechas y actualizadas. De lo contrario, se solidifica la imagen de un tiempo
determinado que, convirtiéndose en ídolo y substituyendo el misterio real de
Dios, se impone como una losa mortal sobre las épocas siguientes. Si el cambio
es grande y persiste la insistencia de la imagen anterior, puede llegarse a la
catástrofe: con la reafirmación del ídolo acaba negándose la verdadera
realidad.
Sin pretender que esa sea toda la
explicación, resulta difícil negar que ahí radica una de las causas fundamentales del ateísmo moderno.
La inmensa revolución cultural que
se inició en el renacimiento y, acentuándose en la ilustración, llega
hasta nuestros días, no conllevó un cambio paralelo, o por lo menos, un cambio
suficientemente aceptable en el repensar el misterio divino y
remo-delar-siempre provisionalmente-su imagen. El Vaticano II lo reconoce a su
modo en un texto muy citado: "en esta génesis del ateísmo pueden tener
parte no pequeña los propios creyentes, en
cuanto que con el descuido de la edu- cación religiosa, o con la exposición
inadecuada de la doctrina o asimismo con defectos de la vida religiosa, moral y
social, velaron más bien que revelaron el genuino rostro de Dios y de la
religión" (GS/9)
La cita de la fe con la cultura
contemporánea constituye una de las tareas más urgentes del pensamiento
religioso actual. En muchos aspectos, todo indica que se ha llegado a una
encrucijada decisiva:"el cristianismo debe cambiar o morir"; la afirmación,
del obispo anglicano John Shelby Spong, puede ser exagerada pero lanza un aviso
que sería suicida ignorar.
Lo fundamental del cambio
Lo más válido e irreversible de la modernidad consiste en el descubrimiento del carácter autónomo
de los distintos estratos que constituyen el mundo. Este aparece regido por
leyes intrínsecas y ya no traspasado por continuas interferencias extramundanas
sean divinas o angélicas (para el bien) o demoníacas o infernales (para el mal).
Bultmann, en su programa de
desmitologización, llamó la atención sobre la importancia de este hecho para la
lectura de la Biblia. Y la teología en general necesita tomar el cambio muy en
serio para repensar todo lo relacionado con la actuación de Dios en el mundo.
La razón, por su parte, entró en una
nueva fase: como ya advertía Kant en su opúsculo sobre la ilustración, ante una
razón crítica, salida de la "culpable minoría de edad", la
religión no puede refugiarse en el prestigio de "su santidad"
para seguir inmunizándose contra las dificultades y resistirse a las
transformaciones necesarias, que afectan al conjunto y no a los detalles. Sobre todo obligan a pensar de nuevo la relación de Dios con el mundo natural
y con la subjetividad y la historia
humanas: el mundo físico aparece ahora regido por leyes propias,
que hacen inconcebible un intervencionismo divino; el mundo humano rechaza como alienante toda imposición
autoritaria, que de algún modo no de razón de sí misma y toda legitimación religiosa de las relaciones
sociales injustas.
Esto no puede significar entregarse
atado de pies y manos al "espíritu de la modernidad" (tan ambiguo en
tantos aspectos, como mostró la Escuela de Frankfurt), sino asumirla críticamente, distinguiendo
cuidadosamente lo legítimo e irreversible de
aquello que, como en todo lo humano, es caduco y deformado. El mismo proceso cultural tiene
que
hacer una dura critica del optimismo exagerado y del predominio destructor de una "razón instrumental" que
amenaza con colonizar todo el "mundo de la vida" (Habermas).
La misma postmodernidad supone una aguda alerta. Sin embargo, no debe usarse
como escudo —cómodo, relativista y justificador
de los beneficiarios del statu quo-contra
aquello que es irrenunciable de la modernidad,
es decir, su talante
autocrítico, su búsqueda de la justicia y de la igualdad y su llamada auténticamente
emancipadora. De otro modo se corre el peligro de esquivar los fuertes y
fundamentales desafíos que si- guen
pendientes para la humanidad: falta de compromiso,
injusticia, intolerancia, autoritarismo... Sin dejar de reconocer que la
situación posmoderna presenta algunas tareas interesantes y necesarias, la
tarea fundamental consiste en elaborar críticamente la fuerte llamada y las
grandes promesas aún pendientes.
En todo caso, el
esfuerzo por renovar la imagen de ese Dios humanissimus
anunciado por Jesús de
Nazaret debe dirigirse a algunos de esos desafíos. No hacerlo a tiempo y con la
suficiente decisión tuvo consecuencias muy graves que cabe agrupar en dos fren-
tes principales: la impresión de un "dios rival", enemigo de lo humano; y el aire
anacrónico y todavía
incoherente de ciertas
interpretaciones de la fe.
FIDELIDAD A LA TIERRA: DIOS QUE CREA POR AMOR
El gran
malentendido entre el cristianismo y la cultura moderna consiste en que una
iglesia envejecida y poderosa ofrece una resistencia al avance que suponen las
nuevas conquistas de la ciencia (Galiieo, Darwin,
la crítica histórica de la Biblia y los dogmas) y de la política
(oposición a la revolución social y a la democracia política). De "falta de fidelidad
a la tierra" la acusó
Nietzsche. La Igle-
sia dio pie a eso. La acusación, al señalar una deficiencia histórica real,
puede convertirse en ocasión para repensar con más claridad la verdadera esencia de la fe. La idea bíblica de creación desde el amor ofrece el mejor fundamento.
Un Dios cuya
gloria es la persona humana en plenitud de vida
Tomar en serio
la ¡dea de un Dios que desde la plenitud infinita de su Ser se decide a crear, sólo puede verse como una opción por el
don y el amor. De suerte que su único
y exclusivo interés en hacerlo es el bien y la realización de la criatura. Lo cual, a su vez, significa que
todo aquello que la apoye, promueva o mejore constituye una afirmación y
prolongación de la acción creadora. Y, al revés, todo lo que se opone a ella,
se opone, idénticamente, a la creación. Las deformaciones históricas,
una vez reconocidas, no deben ocultar que no cabe base más profunda ni más
decisiva para una profunda "fidelidad a la tierra" (Teilhard de Chardin).
La idea de creación
es tan radical que rompe de raíz todo dualismo. De ahí que sea preciso
desenmascarar ¡deas que en otro tiempo pudieron tener un sentido aceptable,
pero que hoy reciben espontáneamente una lectura deformante. Tales como las de
que el hombre y la mujer fueron creados para la "gloria" de Dios o
para su "servicio". La visión de la vida que inducen frases de
ese tipo -aparte de sugerir un Dios interesado
y preocupado por sí mismo- es de un dualismo heterónomo y alienante.
Dualismo, porque el
"servicio", sancionado con premio o castigo, implica que hay dos
esferas de intereses: la del "señor"
y la del "siervo". De modo que estructuralmente lo que es
bueno para uno no lo es para el otro, y la vida hu- mana se divide en una parte
reservada para ella y otra que debe ser entregada a Dios,"cumpliendo"
con El. Alienante,
porque así fue percibido
culturalmente. De hecho, ésta fue, ya antes de Nietzsche, la preocupación de
Hegel contra la "conciencia desgraciada" y la acusación de Feuerbach:
en esta concepción, "para que Dios
sea todo, el hombre tiene que ser
nada".
Pero esto queda
muy lejos de la visión bíblica, que,
a pesar de las inevitables deficiencias de un largo camino de descubrimiento revelador, nunca dejó de
ver a Dios como el que libera y no se preocupa por su culto, sino únicamente por las necesidades humanas. Y con Jesús
de Nazaret lo descubre como Abbá que ama sin
restricción y perdona sin condiciones, y que en su "mandamiento
nuevo" no pide otra cosa que amor los hermanos (cf. Mt 25,35). La primera
carta de Juan no hará más que sacar la consecuencia, cuando escriba una
definición osada e insuperable:"Dios es amor" (I Jn 4, 8.16). Es
decir: "Dios consiste en estar amando", con un amor que no piensa en
sí mismo, sino sólo en el bien de los demás. "La gloria de Dios es que la
persona humana viva" (Ireneo de Lión).
Un Dios
comprometido pero no intervencionista
Desde una
perspectiva más teórica, pero de enormes consecuencias prácticas, una gran
fuente de malentendidos radica en la incorrecta reinterpretación de la relación
de Dios con un mundo regido por leyes autónomas. El cambio no era fácil, porque
toda la Biblia y lo fundamental de su comprensión teológica se fijaron dentro
de la anterior imagen del mundo, que veía a Dios interviniendo empíricamente en todo y continuamente. La nueva
visión descolocaba literalmente a
la teología, puesta entre tres malas soluciones que hacían muy difícil
comprender y vivir la presencia de Dios en la vida humana.
En la visión intervencionista, gracias a su trasfondo mitológico, la
trascendencia divina, falsamente imaginada como alta y lejana, se compensaba con
la total permeabilidad del mundo a los continuos influjos sobrenaturales: los
buenos pensamientos podían venir de ángeles y las enfermedades podían estar
causadas por demonios. En la nueva mentalidad esa permeabilidad resulta
impensable: ni las personas más piadosas piensan que la luna está movida por
una inteligencia angélica o que la epilepsia equivale -como en los mismos
Evangelios- a una posesión diabólica. Pero la segunda
solución, el deísmo,
con su "dios arquitecto o
relojero", que se desentiende
de su creación, tampoco presente en el mundo y actuante en la historia.
Lo grave fue
que entre las dos posturas no era posible realizar una auténtica mediación.
Poco a poco se fue instalando en la conciencia general una solución de
compromiso, consistente en una especie de deísmo
intervencionista. Por un lado, se vive -por osmosis cultural- la evidencia innegable de la
consistencia y regularidad de las leyes físicas: pero, por otro, sin la
suficiente clarificación conceptual,
se mantiene la creencia en intervenciones divinas concretas. A eso responde la imagen de un
"dios" que está en el cielo, a donde nos dirigimos para invocarlo y desde donde él interviene de vez en cuando (y no para todos, incluso
cuando lo necesitamos desesperadamente).
La idea de la
creación por amor, bien pensada, permite una mejor salida, gracias a una
inversión radical del problema. No es preciso romper la legalidad criatural ni
dejarla cerrada en sí misma bajo la mirada de un "dios" distante. El
creador no tiene que venir al mundo, porque está ya siempre dentro de él en su
raíz más profunda y originaria. Tampoco tiene que recurrir a intervenciones
puntuales porque su acción es a de
sustentar, dinamizando y promoviendo todo:
está ya "desde siempre
trabajando" en su creación.
No se niega la
validez religiosa de la experiencia antigua, que veía a Dios actuando de verdad
en el mundo, en la historia y en la vida, ni es preciso renunciar a la cultura
actual. Como modernos, comprendemos que Dios actúa a través de la acción de las
criaturas y de sus leyes; por eso, podemos y debemos aceptar que el mundo está
entregado a nuestra responsabilidad, aunque no hubiera Dios (etsi Deus non daretur). Pero, como nuestros antecesores en la fe,
podemos verla como una responsabilidad "agraciada"; no de titanes ni
de esclavos, sino simple y gloriosamente de hijos.
Una moral teónoma
Otro de los puntos, acaso el de más
consecuencias psicológicas del malentendido cultural del Dios cristiano, radica
en una visión profundamente deformada de su relación con la moral. Un
"dios" que nos creó "para su gloria" y a quien hay que
"servir", convierte la moral en algo necesariamente heterónomo, es
decir, en una carga impuesta por él sobre nosotros: una serie de
"mandamientos" que nos ordena cumplir o de "prohibiciones"
que nos manda evitar.
Kant, en el
nacimiento mismo del mundo moderno, denunció esta concepción como indigna e
infantilizante. Y seguramente nunca será posible medir la cantidad de
resentimiento que acumuló en la conciencia
cultural de occidente una concepción que invierte y pervierte el sentido
de la religión en relación con el esfuerzo moral. En lugar de percibir la
palabra y la presencia de Dios como ayuda y apoyo en la dura lucha que
inevitablemente implica la auto-realización humana como tal -es decir para
todos, tanto creyentes como no creyentes-,fue interpretada como exigencia,
imposición y amenaza por su parte.
Encima, esa
moral se presentó como sancionada, en caso de fallo, con el terrible castigo
del infierno. El Dios que crea por amor y que sólo piensa en el bien y la
felicidad de sus criaturas, acabó siendo descrito como capaz de castigar, por
toda la eternidad y con tormentos inauditos,
faltas, en definitiva, siempre pequeñas, fruto de una libertad débil y
limitada. (Piénsese que el avance de la
sensibilidad lleva en nuestro tiempo a una oposición generalizada de la pena de
muerte e incluso de la cadena
perpetua: ¿seremos los humanos mejores que Dios?)
La visión del
pecado marcha en paralelo. Tomás de Aquino dijo que el pecado no era malo
porque le haga daño a Dios, sino porque
nos lo hace a nosotros: "no ofendemos a Dios más que en la medida en que
actuamos en contra de nuestro bien". Sin embargo, todo el peso del
discurso acerca del pecado, ignoró
-y sigue ignorando- que el interés
de Dios consiste en que no nos hagamos
daño a nosotros mismos, no malgastemos la vida propia ni ajena, no
arruinemos la realización humana.
La verdad del
Dios que crea por amor deslegitima esa deformación dualista. La moral no es una
carga impuesta por Él desde fuera, sino una exigencia de nuestro ser que,
superando la inseguridad y la limitación del instinto, busca aquellas pautas de
conducta que le permitan alcanzar su mejor realización. Realización auténtica
que es justamente el único interés de Dios al crearnos. Por eso su presencia en
nuestro esfuerzo moral sólo tiene sentido como iluminación y apoyo, como ánimo
y perdón. Jesús no condena nunca y, cuando muestra la actitud de Dios ante el
pecado humano, la muestra como la del padre preocupado exclusivamente por el
bien del hijo, que en el pecado estaba arruinando su vida (cf. Le 15,24).
Kant intuyó esa estructura
fundamental: "la religión es (considerada subjetivamente) el
conocimiento de todos
nuestros deberes como
mandamientos divinos".
Intuición que Paul Tillich aplicó a la teología mediante el concepto de
teonomía (de nomos ley, y teos, Dios), que sintetiza bien los dos aspectos.
La ley de nuestro ser manifiesta la intención creadora de Dios para bien
nuestro: "la razón autónoma unida a su propia profundidad".
REVELACIÓN NO AUTORITARIA: EL
DIOS QUE "DICE LO MISMO QUE EL CORAZÓN"
Revelación como mayéutica
La nueva
vivencia de la autonomía afecta también
a la subjetividad creyente. Su impacto, unido al surgir de la crítica bíblica, exige un nuevo concepto de
revelación, que ya no puede ser una imposición autoritaria ni un refugio fideísta. Fruto de la lectura
literal de la Biblia y de su sistematización en
la patrística, la escolástica
y la reacción antimoderna, el
concepto de revelación que nos llegó es el siguiente: la revelación consiste en
una lista de verdades "caídas
del cielo", en virtud del milagro de la "inspiración", operado
en la mente del hagiógrafo. Se
trata de verdades inaccesibles a la razón humana, que hay que creer, sin tener
la mínima posibilidad de verificar su verdad.
Se trata de una
revelación impuesta desde fuera, sin conectar verdaderamente con nuestras
necesidades y sin satisfacer nuestras preguntas. Su aceptación tiene así algo de arbitrario. Esta disposición a
aceptarlo todo puede parecer sumisión "humilde y religiosa". En el
fondo, acaba convirtiéndose en indiferencia.
Asi se aclara el
terrible divorcio entre la fe y la cultura y la dificultad de establecer un verdadero
diálogo. Se crea la impresión de que entre ellas no puede mediar ningún tipo de
razones que se puedan compartir, sino tan sólo la aceptación o el rechazo
de la autoridad
de la revelación
y de sus
"representantes". A nivel
personal, se explica el abandono masivo de la fe, cuando ésta se muestra
incapaz de mantener el paso de la propia maduración psicológica y cultural, y
sólo se dispone de "razones de primera comunión" para responder a las
dificultades de la persona adulta.
Una concepción
fiel a los datos de la crítica bíblica comprende que la revelación actúa a
través del psiquismo humano. El
profeta, con su "genialidad" religiosa, cae en la cuenta de que Dios,
mediante su presencia amorosa, trata de
manifestarse a todos. La palabra inspirada es "mayéutica", es decir,
nos ayuda a dar a luz lo que, desde Dios, somos nosotros mismos. No precisamos
aceptarla "porque sí", sino porque
podemos reconocernos en ella (o re- chazarla...).
Esa fe, fundada
en Dios pero nacida dentro de la humanidad, se hace estrictamente personal, con
toda la gloria y la carga de la libertad. Los creyentes lo son por sí mismos y
no por rutina.
Y respecto a la
cultura, la fe no aparece como un añadido extrínseco, sino como un modo de
situarse en su proceso y de participar en su historia."La Biblia y el
corazón del hombre dicen lo mismo" (F.Rosenzweig). No tiene por qué
imponerse de forma autoritaria sino que se somete a las preguntas y ofrece
razones (cf. I Pe 3, 15). Tampoco se ve obligada a aceptar de forma acrítica
cualquier evolución cultural: también la fe tiene derecho a hacer preguntas y
pedir razones. Por su misma esencia, se presenta como abierta a un diálogo en
el que da y recibe, enseña y aprende.
Verlo así
permite enjuiciar con lucidez las difíciles y conflictivas relaciones entre la
fe y la cultura desde la entrada de la modernidad. Dentro de la Iglesia puede
poner las bases para fomentar la libertad teológica y la responsabilidad
creyente y deslegitimar todo autoritarismo
institucional. Y propicia realizar de un modo nuevo el diálogo de las
religiones.
El diálogo
de las religiones: "inreligionación"
De modo casi
inevitable, la visión dualista de lo religioso y el concepto extrínseco de
revelación eran solidarios del particularismo de la "elección": Dios
escogería un pueblo y sólo a él entregaría la revelación sobrenatural, dejando
a todos los demás en el estado de una religión puramente "natural".
Esto era comprensiblemente reforzado por una visión del mundo que le confería
cierta verosimilitud: la humanidad
se limitaba en el tiempo a los cuatro mil años que separaban a Cristo de
la creación de Adán, y se reducía en el espacio al ámbito de la ecumene, cuyos
extremos soñaba con alcanzar ya de algún modo el mismo san Pablo al querer llegar a Hispania.
Hoy esta
concepción resulta inhumana y exige una profunda
revisión. Las reacciones fundamentalistas, síntoma de una situación
desconcertada, temerosa de perder la identidad ante una nueva universalidad que
se impone, no deben impedirla. Nada hay más opuesto a la universalidad radical
y a la generosidad del Abba Creador, que
cualquier tipo de elitismo egoísta o de particularismo provinciano. Un Dios que crea por amor vive volcado
con generosidad total sobre
todas y cada una de sus criaturas. No
se puede pensar en la imagen cruel
de un padre egoísta que, creando muchos hijos, se preocupa únicamente de sus preferidos y deja a los
demás abandonados en el orfanato. El Dios que "hace salir el sol sobre
malos y buenos y llover sobre justos
e injustos", llama a todos y
desde siempre: no hubo desde el comienzo del mundo un solo hombre o una sola
mujer que no nacieran amparados, habitados y promovidos por su revelación y por
su amor incondicional.
Que las
categorías para pensar esto, conciliando universalidad y particularidad,
definitividad de Cristo y valor salvífico de las demás religiones,
resulten difíciles e incluso)
¡nsatisfactorias, no debe ocultar esa evidencia fundamental. En el fondo, la
humanidad siempre lo comprendió así. De hecho, todas las religiones se
consideran a sí mismas reveladas. Hay que partir siempre del principio de que
todas las religiones son a su modo verdaderas y constituyen caminos reales de
salvación para los que honestamente las practican.
Eso no significa
un relativismo que las nivele a todas; ni a todo dentro de cada una. Por parte
de Dios no existe ningún tipo de discriminación; pero la receptividad humana -
que pertenece también, y de modo esencial, a
la constitu- ción misma de la revelación- marca diferencias inevitables. El estadio evolutivo, la situación
histórica, las circunstancias culturales y la maldad del corazón limitan, condicionan y deforman continuamente la manifestación
divina. No existe religión sin verdad, pues todas consisten en el
descubrimiento y vivencia de lo divino, ni religión absolutamente perfecta,
pues ninguna puede agotar en su traducción humana la riqueza infinita del
Misterio. Pablo subraya que la culminación cristiana está vertida en pobres
"vasijas de barro".
Ahí, y no en un pretendido
"favoritismo" divino, radican las diferencias entre las
religiones. Dios se da "cuanto es posible" en todas ellas, pero la
acogida es diferente en cada una. Debe evitarse la peligrosa palabra de
"elección" pues ni el amor discrimina ni en Dios hay
acepción de personas. Las diferencias
existen realmente; son un hecho inevitable, dada la diversidad humana. Por eso
se pervierten, cuando lo positivo de ellas se ve
como privilegio y no como algo destinado, también, y con igual derecho,
a los demás.
La teología
actual hizo progresos notables en el replanteamiento de la nueva situación,
sobre todo en dos frentes: I) el de la inculturación, por el que toda religión comprende que ha de respetar la especificidad
de aquellas culturas en donde es proclamada, buscando expresarse en sus
categorías y encarnarse en sus instituciones, y 2) el del inclusivismo, que, con diversos matices según los
autores, reconoce que toda religión es
verdadera y que todos podemos aprender
de todos.
Personalmente,
me atrevo a aventurar un tercer paso: el de la
inreligionación.
Si toda religión es revelada y
en ella acontece la salvación real de Dios. es obvio que la religión que entre
en diálogo con ella no puede pretender anular esa verdad y esa salvación. En
todo caso, las vivifica y las completa con su contribución. Ya san Pablo
hablaba no de substitución sino de "injerto" en la relación del
cristianismo con el judaísmo.
HACIA UNA IMAGEN (MÁS) COHERENTE DE DIOS
Por definición,
el misterio de Dios desborda toda capacidad humana y jamás podrá ser encerrado
en sus esquemas conceptuales. Si comprehendis, non est Deus (si lo comprendes
no es Dios). Pero el misterio no es llamada a la desidia ni salvoconducto para
la arbitrariedad. Debemos hacernos responsables de lo poco que podemos decir.
Dios como
Anti-mal
Nada daña tanto
hoy la imagen de Dios como el modo ordinario de explicar su relación con el mal. Aunque el problema
del mal afecta desde siempre a la humanidad, la plausibilidad social y el
ambiente religioso hacían posible asimilar una posible falta de coherencia
teórica. Pero nuestro tiempo no puede
permitirse esto. El terrible dilema de Epicuro -si Dios puede y no
quiere evitar el mal, no es bueno; si quiere y no puede, no es omnipotente-
exige una respuesta a las preguntas de
una razón críticamente emancipada. Ya no es posible esquivar su desafío; de lo
contrario el mal se convierte en "roca del ateísmo"
Mientras se
mantenga, de modo acrítico e inconsciente, el viejo presupuesto de que es
posible un mundo sin mal, no sería ni humanamente digno ni intelectualmente
posible creer en un Dios que, siendo posible, no impide que millones de niños
mueran de hambre o que la humanidad siga azotada por la guerra o el cáncer. Si
el mal puede ser evitado, ninguna razón puede valer contra la necesidad
primaria e incondicional de evitarlo. De nada sirve la proclamación de que Dios
sufre con nuestros males, si antes los pudo evitar, pues entonces su compasión
y su dolor llegarían demasiado tarde.
El
descubrimiento de la autonomía del mundo, unida a la idea de un Dios no
intervencionista y respetuoso con la libertad, permite mantener la fe en Él,
sin incurrir en contradicción lógica ni refugiarse en el fideísmo. Para eso se
impone el paso intermedio de una ponerología (del griego poneros,
"malo"), es decir, de un tratado del mal en sí mismo, previo a toda
opción religiosa o a-religiosa.
Porque entonces
es posible mostrar el carácter estrictamente inevitable del mal en un mundo
finito (sea el mundo que sea, pues no se
trata del "mejor",sino de
cualquiera de los posibles). En lo finito "toda determinación es
negación" (Spinoza), una propiedad excluye necesariamente la contraria, y
la carencia genera conflicto. Un mundo en evolución no puede realizarse sin
catástrofes; una vida limitada no puede escapar al dolor y la muerte y una
libertad finita no puede excluir a priori la situación
límite del fallo y de la culpa.
Creyentes y no
creyentes quedan igualmente situados ante un idéntico problema: dar sentido a
la vida en un mundo herido por el mal de un modo inevitable y terrible. Este es
el papel de la pisteodicea o justificación de la fe (pistis, fe, en sentido
amplio) religiosa, agnóstica o atea: tanta razón de su "fe" tiene que
dar Sartre, cuando juzga absurda la existencia, como el creyente que le da un
sentido a partir de Dios.
La ponerología
permite a la fe religiosa mantener su coherencia, poniendo al descubierto la
trampa del dilema de Epicuro: carece de sentido pretender que Dios pueda crear
un mundo sin mal. Sería tan absurdo como exigirle que crease un círculo
cuadrado. No es que Él "no pueda",sino que "es imposible".
El misterio se
desplaza: ¿por qué Dios creó el mundo, a pesar de saber que de modo inevitable
comportaría tanto mal? La historia de la salvación recibe una nueva luz: Dios
creó por amor y lo muestra en su darse a la humanidad (toda historia es
historia de salvación) con la promesa de rescatarla definitivamente del mal,
cuando, tras la muerte, lo permita la ruptura de la finitud histórica. Algo que
se ilumina definitivamente en el destino de Jesús de Nazaret en su cruz se
mostró como todos mordido por el mal, pero su resurrección desvela que el mal
no tiene la última palabra.
El giro es
radical y urge sacar una consecuencia justa. Un Dios que crea por amor sólo
puede querer el bien para sus criaturas. El mal, en todas sus formas, existe porque es inevitable, tanto física como moralmente, en las condiciones de un mundo y libertad finitas. No debe
decirse que Dios lo manda o lo permite, sino que lo co-sufre y com-padece como
frustración de la obra de su amor en
nosotros. Dios es el Anti-mal: el Salvador que lucha contra el mal y nos convoca
a colaborar con Él.
Más allá
de la oración de petición
Sin embargo,
tanto nuestros hábitos de pensamiento como nuestras prácticas de piedad
continúan cargados del presupuesto contrario. Muchas veces, aun cuando
teóricamente se acepta la imposibilidad de que el mundo pueda existir sin mal,
se sigue alimentando el inconsciente con la creencia contraria. Es necesario
superar rutinas y romper incoherencias, para honra de Dios y para nuestro bien.
En ese sentido, reviste una importancia decisiva el modo de orar.
En concreto, las
fórmulas de la oración de petición mantienen vivo aquel presupuesto. Ello
resulta tanto más eficaz cuanto que permanece ignorado y enlaza con profundas
necesidades antropológicas, como el reconocimiento de nuestra indigencia y de
nuestra necesidad de ayuda. No se trata de negar u ocultar esas necesidades.
Pero sería incorrecto usarlas como escudo para resistirse a revisar la lógica
de las expresiones usadas. Lo justo es conservar sus valores, pero evitar sus
efectos objetivamente
perversos.
Cada vez que le
pedimos a Dios que acabe con el hambre en África, o que cure la enfermedad de
un familiar, objetivamente suponemos que lo puede hacer y que, si no lo hace,
es porque no quiere. Lo cual, en la actual situación cultural, que rompe los
silencios y tabúes sagrados que encubrían las consecuencias lógicas, pasa a
tener unas consecuencias terribles.
Vista la
enormidad de los males que afectan al mundo, un Dios que pudiendo, no
los limita, aparece
como un ser
indiferente y cruel. Porque
¿quién, si pudiese, no eliminaría
el hambre, las pestes, los genocidios que arrasan el mundo? ¿Seremos nosotros
mejores que Dios? Como escribió Jürgen
Moltmann ante el recuerdo de Verdún, Stalingrado, Auschwitz o Hiroshima:"Un
Dios que permite crímenes tan espantosos, haciéndose cómplice de los hombres, difícilmente puede ser llamado “Dios".
Hay que orar,
pero de otro modo. Con una oración que no oculte la indigencia humana ni silencie el deseo de
ayuda y mejora, pero que trate de expresarse de manera que, respetando el exquisito amor de Dios, más preocu- pado por el mal que
todos nosotros, manifieste el esfuerzo por alimentar la confianza y avivar el
agradecimiento por su presencia y por su ayuda.
Hoy es preciso
reconocer lo contradictorio -y culturalmente dañino- de una invocación como:
"para que los niños no mueran de hambre, Señor escucha y ten piedad".
Porque objetivamente aparecemos nosotros como los buenos y atentos mientras que
Dios sería ese extraño ser al que hace falta alertar - "escucha"- y
mover a compasión -"y ten piedad"-. La realidad es justamente la
contraria: Dios es quien está llamando incansablemente a las puertas de la
conciencia humana, para que escuche el grito de los demás y tenga compasión de
su dolor. Es Él quien llama y nos "suplica".
Dios no es un
"dios" de omnipotencia arbitraria y abstracta que, pudiendo librar
del mal, no lo hace, o lo hace sólo a veces o a favor de unos cuantos
privilegiados. Sino el Dios solidario con todos hasta la cruz; el Dios
Anti-mal,"el Gran compañero, el que sufre con nosotros y nos
comprende" (Whitehead).
El Creador
como liberador
Hegel y Kant
conocían el terror de la revolución francesa. Pero sabían que suponía un hito
decisivo en el avance de la conciencia humana: la sociedad y su reparto de justicia, igualdad, libertad y fraternidad
forman parte de la autonomía y responsabilidad humanas. Las iglesias no siempre
lo comprendieron así, e incluso después de la Revolución se produjo un fuerte retroceso: la legitimación religiosa del
absolutismo político y de la desigualdad social. El precio fue terrible: la distorsión de la imagen de Dios, interpretado como cómplice de
la injusticia y opio para adormecer las fuerzas de progreso. La "apostasía
de las masas trabajadoras" da testimonio de ello.
Nada más
contrario al rostro auténtico del Dios de Jesús. Lo comprendieron las minorías,
que jamás faltaron en las iglesias, afirmando una fe que les situaba al lado de
los pobres y de las víctimas. Las órdenes dedicadas a los pobres, diversos movimientos
del socialismo utópico y
el socialismo religioso de la
primera mitad del siglo pasado
mantuvieron despierta la conciencia de esa verdad. Después del Vaticano II las
distintas teologías de la esperanza, del mundo, de la política, de la
liberación desenmascararon hasta la evidencia lo falso y horrible de la deformación.
El escándalo,
reconocido, se convirtió en "profecía externa" que renueva hoy en las
iglesias la "memoria" del rostro más original y auténtico de Dios,
que inaugura la historia bíblica escuchando el clamor de un pueblo oprimido y haciendo todo lo posible por liberarlo; que,
mediante sus profetas, no dejó de insistir a favor del huérfano y de la viuda, del esclavo y del extranjero; que, en Jesús, se sitúa sin
reservas al lado de los pobres, convirtiendo la fidelidad a esta exigencia en
criterio último de la comunión con Él.
Tal es el
sentido más radical de las bienaventuranzas. Una de las perversiones que amenazan a toda religión es
justamente la de agravar con el recurso a Dios el drama del dolor natural y legitimar con la sanción divina la perversión
de la injusticia social: convertir al enfermo en maldito y al pobre en pecador. Contra lo primero se
revela ya el libro de Job, y contra
lo segundo se dirigen directamente las palabras de
Jesús:"Bienaventurados los pobres, los enfermos, los perseguidos...".
Porque está herido por el sufrimiento, el enfermo sabe que Dios se pone
prioritariamente a su lado; porque está marginado y explotado por los hombres, el oprimido escucha
que Dios le defiende y rescata con la
justicia de su Reino.
No es posible
confesar un Dios que crea por amor, constituyéndose en Abbá, Padre/Madre de todos, sin verlo al lado de los
que sufren, y sin transformar la
confesión creyente en esfuerzo por reconocer y tratar a todo hombre y mujer
como hermano y hermana.
Tradujo y condensó: JOSEP M' BULLICH
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